El Rejuego De La Identidad
Uno de los aspectos centrales de toda manifestación musical es la identidad.
Hoy como ayer, solemos definir buena parte de lo que nos distingue apelando a las connotaciones musicales, a ciertas formas o géneros que asociamos con características particulares de índole social, cultural o personal, como recuerdos o ensoñaciones. “En el mundo actual —afirma el musicólogo inglés Nicholas Cook—, decidir qué música escuchar es una parte significativa de decidir y anunciar a la gente no sólo quién quieres ser sino quién eres”. Y continua: “Música es una palabra muy pequeña para abarcar algo que denota
tantas formas como identidades culturales o subculturales existentes”. En efecto, buena parte del fenómeno musical, tal y como éste se manifiesta en la sociedad actual, tiene que ver más con cuestiones de definición y autodefinición cultural; de agrupamiento social y de factor de cohesión e identificación tribal, que con valoraciones artísticas, estéticas o estrictamente musicales; por no hablar —claro está— del simple poder de la mercadotecnia, que durante
los días que corren define, en tantas y tantas ocasiones, los llamados “gustos” y “modas” musicales en boga.
En el alba del siglo XIX las cosas no fueron muy distintas. Al contrario, es lógico que la música haya desempeñado un papel central en el anuncio de quiénes eran esas nuevas naciones, tal y como había ocurrido históricamente con diversas instituciones religiosas o políticas. Para los primeros ciudadanos del continente, fue obvio que la música habría de jugar un papel central y definitivo en la conformación de las sociedades americanas y en la consolidación misma de las incipientes independencias. Al respecto, un incidente mexicano
resulta elocuente.
Huellas Del Nacionalismo
Con el país en bancarrota, con todos los problemas del mundo encima y un bastión del ejército español atrincherado en la fortaleza de San Juan de Ulúa, literalmente a tiro de piedra del flamante territorio independiente, una legación inglesa (cuya visita significaba el potencial reconocimiento inter pares de una nación poderosa y cultivada, por lo que sus
miembros debían ser tratados con suma cortesía y cuidado) fue llevada, puesto que era lo mejor que podía hacer cualquier ciudadano civilizado de entonces, a la ópera, ese espectáculo edificante y revelador de la verdadera civilización.
Viajar desde la Gran Bretaña hasta la ciudad de México para escuchar una regular función de Rossini puede parecer un despropósito, pero con ello se buscaba decir a los visitantes quiénes éramos y quiénes queríamos ser; mostrar a los europeos que México, no por independizarse de España, habría de volver a la barbarie del pasado o que buscaría la conformación de una sociedad muy distinta de la europea. Antes al contrario, todas las naciones americanas dedicaron grandes esfuerzos a la consolidación de su identidad
musical bajo los parámetros de la organización musical del Viejo Mundo. Para las personas de entonces, y sin importar en nada la latitud de sus respectivos lares, fue claro que la identidad requería forzosamente una sonoridad; que la consolidación de las independencias y de las nuevas sociedades tenía que pasar por la música y sus manifestaciones.
Existen diversas coordenadas historiográficas para entender lo que fue la música latinoamericana del siglo XIX. La interpretación más difundida, ya discutida y criticada en páginas precedentes, vio la producción local como un mero antecedente de los nacionalismos del siglo XX". En tiempos recientes, ha sido posible trazar una visión alterna, que se fundamenta en la noción de los espacios músico sociales como poseedores de características propias, y que parte de la idea de considerar la historia musical del siglo xix no únicamente desde la perspectiva de nuestros repertorios y gustos actuales, sino desde la
óptica de los decimonónicos.
Como bien afirma —de nueva cuenta— Carl Dahlhaus, uno es el siglo XIX como presente y otro como pasado. En el primer caso, la música del siglo XIX es la de los repertorios conocidos y los autores actuales, pero el mismo siglo, considerado como pasado, resultará siempre diverso, interesante y sorprendente, pues estuvieron en boga diversos géneros
y repertorios que hoy están olvidados. En tal sentido, es necesario estudiar la música de esa época con atención a la sociedad de entonces, sus gustos y prácticas; y tal ejercicio se vuelve plausible al abordar la música desde el punto de vista de los espacios donde fue cultivada.
De un lado, la música de los espacios privados, con el salón como punto focal; del otro, el escenario de los teatros, donde florecieron diversas manifestaciones líricas —óperas, zarzuelas, tonadillas, revistas, etcétera—, y que constituyó el principal espacio público para la música. Esta división resulta útil y permite ordenar las cosas de una manera distinta, pues las múltiples obras que han llegado a nuestra atención encuentran un acomodo genérico inmediato que facilita su estudio. Además, es evidente que tal separación pondera el aspecto social y permite incursionar en cuestiones de género, producción, vida cotidiana y demás aspectos del estudio sociológico de la música. Por lo tanto, las ventajas de tal separación habrán de guardarse en las líneas siguientes, aunque nuestra propuesta sea un tanto diversa, pues hace de la identidad el leitmotiv de nuestro recorrido por la música latinoamericana.
Identidad Propia
De manera general, puede afirmarse que esa búsqueda de identidad sonora fue el proceso central de la creación musical en todos los países, y sus efectos se dejan palpar de muchas maneras: en las instituciones musicales creadas entonces y que aún florecen, en la organización de la vida musical, en la creación de los himnos, en los interminables repertorios
locales, en la pasión operística que todo el continente vivió, y de la que quedan evidentes frutos, y en muchas otras formas que habremos de señalar. De tal suerte, si la definición y búsqueda de la identidad por medio de la música se ubica en el centro de todas las acciones sonoras decimonónicas, habremos de recorrer en detalle dicho fenómeno, separando artificialmente sus diversas manifestaciones. Una, la identidad constructora, se deja sentir en
la creación de instituciones y símbolos patrios; otra, la identidad civilizadora, fue un fascinante fenómeno del XIX, donde la ópera fue concebida como el espejo idealizado de la sociedad; como el ámbito favorito para contemplar lo más preclaro de las sociedades decimonónicas americanas, y en cuya música y rituales sociales —¿Cuántos presidentes, dictadores o mandatarios de nuestras naciones decimonónicas no fueron a la ópera?— se reflejó un apasionante juego de identidades.
Un tercer aspecto de la identidad estriba, desde luego, en la creación misma y en los desconocidos y aparentemente interminables veneros de partituras que guardan la composición latinoamericana de aquel siglo, sus anhelos y nociones. En ese recorrido recordaremos algo de la música que nos ha llegado de aquellos tiempos y que, como toda la música, no sólo forma parte de nuestro horizonte musical por simples razones históricas,
sino por ser un fragmento de nuestro presente.
En este aspecto se mezclan las consideraciones de carácter crítico y estético, pero necesariamente está presente un proceso de identidad, aunque una identidad a todas luces discreta e incipiente, pues muy pocos de nosotros hacemos del maravilloso acervo musical
latinoamericano un ingrediente que diga a los demás, como afirma Cook,
“Quiénes queremos ser y quiénes somos”.
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